Ocho minutos (cuento), de Claudia Cortalezzi


 
 


Publicado en revista Próxima nº 12, diciembre de 2011.






—¡Julio! —oyó Julio desde el baño—. ¡Vení a ver, rápido!
—¿Qué pasa, Celina?
—Dale, apurate.
—¿Qué es tanto grito?
Julio entró en el comedor, vio a su hermana de espaldas. Se preguntó cómo había hecho para maniobrar la silla de ruedas entre los muebles y quedar tan cerca del televisor. Los platos sucios, apoyados en el regazo de Celina, no se movían, pero ella no paraba de agitar los brazos.
—Estás en la tele, Julio. ¡Mirá!
Julio se fijó entonces en la pantalla.
Sí, en la tele. Su cara, ancha y deforme, ocupaba la mitad superior de la imagen: las arrugas de alrededor de sus ojos, que se habían ido profundizando desde el gran cambio a esta parte, se veían aún más oscuras que en el espejo.
—¿Viste, Julio? La gente está loca: ese tipo dice que das clases de danza en el instituto de disciplinas modificadoras. Modificadoras de qué, quisiera saber. ¡Qué ocurrencia!
—Es que yo… Mirá, Celi, vos no entendés. Yo…
—Estúpidos, pensar que mi hermano, un servidor de la humanidad, limpieza y salud, es un bailarín, por favor.
—Celi…
—¡No lo puedo creer, Julio! Si mamá hubiese visto esto…
Mamá, pensó él. El único recuerdo que tenía de su mamá estaba en las fotos que Celina guardaba bajo la cama.
Desde el cambió de régimen gubernamental, cuando se sometió a los estudios médicos para el reempadronamiento, Julio había empezado a olvidar algunas cosas. Con el tiempo únicamente retenía los hechos recientes. Y de la época anterior, sólo le quedaba Celina. Celina y los recuerdos de Celina. Sin ella, él sabría de sí mismo lo que le mostraban los objetos: su documento y un certificado de trabajo con su nombre, acreditándolo como profesor de danzas moderadoras del ánimo.
—Tendrías que quejarte, Julio —seguía Celina—. Yo que vos me presento en el canal de las noticias y digo que ese “bailarín” no soy yo. Exhibirles en la cara tu recibo de sueldo de recolector de residuos.
Julio se quedó mirándola en silencio. ¿Y si su hermana era la única persona que vivía fuera del sistema? Nunca sabría él si al esconderla le había hecho un bien o un mal. Tal vez hubiera sido mejor que los funcionarios la hubiesen “borrado” como hicieron con todos los discapacitados. Pero él había actuado con egoísmo, pensando en no quedarse solo, y la había protegido. Ahora era su responsabilidad. Y si algo le sucedía a él, ella moriría de hambre, si tenía la firmeza de mantenerse adentro y no salía a la calle para que la capturasen.
Volvió la vista hacia la pantalla. Ahora se detuvo en la parte inferior:

Recordamos a los señores pobladores que la salinidad el planeta ha llegado a su punto máximo. El uso de cualquier sustancia que contenga sodio o potasio —por pequeña que sea— podrá desencadenar el tan temido caos ecológico.
hemos entrado en estado crítico
hemos entrado en estado crítico
Necesitamos de su ayuda para preservar el planeta.
hemos entrado en estado crítico

—Hombre —Celina lo agarró del brazo y lo sacudió—, ¿seguís acá? Ya sé, a cualquiera lo emocionaría verse en la tele, aunque no seas vos. Bueno, el tipo se te parece bastante.
—¿Ves el cartel en la parte de abajo de la pantalla, Celi? —Julio necesitaba probar a su hermana, convencerse a sí mismo que permanecía ajena al sistema.
—¿Qué cartel?
—Nada —dijo él. Y se agachó a besarla en la frente—. No importa. Te quiero mucho.
—Yo también, tonto. Más ahora que estás en la tele —y largó una carcajada.
Julio corrió a la ventana y miró hacia la calle. Nadie la había oído.
—Llevá los platos a la cocina, Celi, por favor.
En el televisor las noticias pasaron a otro tema, ya no hablaban de los bailarines habilitados. Julio vio a su hermana enfilar la silla hacia a la cocina.
en estado crítico, se repitió. Ya había oído él, esa misma mañana, la propaganda gubernamental. La había oído como siempre, sin prestarle atención. Los parlantes callejeros parecían aumentar el volumen a medida que pasaban los meses, y ya nadie se detenía a escucharlos. Pero las palabras se les grababan en la memoria.
Seis años atrás habían empezado aquellos comunicados, y nunca se detendrían. Día tras día advertían a la población que el exceso de salinidad bla bla bla. Pero hacía unas semanas, Julio no podía recordar desde cuándo, los comunicados insinuaban que una sola gota más de sal tendría consecuencias irreparables. Exageraban. Querían impresionarnos.
Observó a Celina: su cuerpo achicado, la silla le quedaba grande. La vio acomodar los platos, cubiertos y vasos en el lavavajillas. A pesar de su deterioro, ella no perdía la fuerza de los brazos. Parecía que toda la vitalidad que le faltaba en las piernas había pasado a los brazos. Ella se levantaba y se acostaba sin ayuda, iba al baño sola, hasta se bañaba sola.
Pobre Celi, se dijo, siempre encerrada. Si pudiera ayudarla… Se le ocurrió que tal vez podría hacer algo: ir introduciéndola de a poco en el mundo moderno.
—¿Sabés —dijo—, las dulcificadoras de agua ya ocupan hasta el último centímetro en todas las playas del planeta?
—No entiendo, ¿de qué hablás?
—Prestá atención, Celi. Lo que voy a decirte es muy importante. Los barcos de las dulcificadoras navegan sin descanso, ¿sabés? Millones de ellos recogen la sal de los océanos. Sal que luego envían a una estación espacial. Y de ahí va a otra galaxia.
—Julio, ¿vos te sentís bien?
—¿Acaso no te das cuenta, Celina? ¿Cuánto hace que cocinás sin sal?
—Es que vos no la comprás. Yo te anoto en el pedido y vos siempre te olvidás, Julio.
—Más de la mitad de la humanidad trabajaba ahora en “mantener soso el planeta”. Enterate.
—¡Basta, por favor! No sé lo qué querés decir. Me das miedo. Basta.
Unos minutos después, ella volvió a la mesa trayendo en el regazo una bandeja con dos pocillos y una azucarera.
Bebieron el café sin mirarse.
—Voy a salir —dijo él.
—Que no se te haga tarde para el trabajo. Mirá que el camión recolector pasa a buscarte a las…
Julio pensó que tal vez fuera mejor dejarla vivir en la ignorancia.
Hacía frío. Andaba poca gente por la calle. Una ráfaga lo despeinó. Él se cubrió los ojos con la palma de la mano hasta que logró ponerse a resguardo. El gobierno recomendaba a los pobladores no exponerse al viento.
Cuando la corriente amainó un poco, Julio retomó su camino. Se detuvo ante un cartel: Terapia obligatoria de la risa, leyó
Volvió a pensar en su hermana. ¿Y si ella tenía razón y él había sido antes un recolector de residuos? Por qué no. ¿Y si, así como él había cambiado de oficio, todo el mundo trabajaba ahora en algo que jamás hubiese imaginado?
Hoy estoy pensando estupideces, se dijo. Debía ser el cansancio, algunos días se cansaba mucho. La terapia obligatoria de la risa lo cansaba, lo aburría.
Subió los dos escalones que lo separaban de la puerta. Golpeó suavemente. Cuando oyó la chicharra, entró.
Cinco personas, ya ubicadas en la sala de espera, miraban atentamente el reloj digital de pared encima de la puerta del reidero, junto al indicador de períodos de terapia: los números verdes los señalaban la actividad; los rojos, los intervalos.
Había ahí un gordo, muy gordo. Julio se preguntó cómo había pasado por la puerta de entrada. También le llamó la atención una vieja centenaria; no creía haber visto nunca a una persona tan arrugada. Aunque, pensó, no debo confiar en mis recuerdos.
El reloj indicaba que faltaban dos minutos para que el grupo anterior saliera. Después entrarían ellos. Tendrían ahí sus ocho minutos diarios de risa. Más tarde se iría cada uno por su lado, a sus respectivos trabajos, y tal vez jamás volverían a cruzarse.
—Dos minutos —dijo la vieja. Parecía ansiosa, como si fuese su primera vez. O la última—. Para mí que esto es puro verso —siguió—. Para mí que dicen lo de la sal para atemorizarnos. Habría que desafiarlos, salir a la calle un día de viento y mantener los ojos abiertos hasta que las lágrimas empiecen a salir. Total, quién puede culparnos. Habría que culpar al viento en todo caso.
—Yo no probaría —dijo el gordo—. Por las dudas.
El recepcionista les hizo un ademán para que se callaran.
Sonó la chicharra de la puerta de calle. Enseguida entró una chica menuda, de pelo lacio y castaño hasta la mitad de la espalda. Llevaba un tapado entallado de color rojo y zapatos negros de taco fino. Impecable.
¡Qué linda es!, pensó Julio. Si entramos juntos al reidero, a lo mejor podría…
Pero el cupo se había completado con él. La chica entraría en el siguiente turno.
Volvió a mirarla, tratando de que los demás no lo advirtieran.
Era más linda de lo que pensaba. Me gustaría invitarla a tomar un café, se dijo.
Justo en ese momento sonó la señal: un timbre agudo que nacía en el indicador de períodos.
El grupo que había entrado a reírse ocho minutos atrás, salió.
—¿Por qué? —oyó Julio que decía la chica, mientras esperaban a que el personal de orden dejase las instalaciones limpias para ellos—. ¿Por qué son sólo ocho minutos? ¿Por qué ocho y no diez, o cinco?
El gordo avanzaba arrastrando los pies hacia la puerta del reidero, pero se detuvo y, sosteniéndose contra una columna, dijo:
—Porque la risa siempre termina en llanto, señorita. Expertos en risa realizaron un profundo estudio, convocaron especialmente a millones de personas. Dicen que a los nueve minutos, la mayoría de los humanos, deja de reírse y empieza a llorar. Por eso la terapia dura ocho minutos, para dejar un margen.
—Un margen —repitió ella.
Julio esperaba que dijera algo más, era tan suave su voz.
Pero ya se separaban, él se encaminaba a una de las cabinas del reidero.
Se ubicó en el asiento, ajustó el cinturón de seguridad y se calzó el casco.
Las imágenes empezaron a sucederse y él se rió tanto que le dolió la boca del estómago.
Pero, al sacarse el casco, notó que algo distinto había sucedido ahí adentro, como si el monstruo de su propia risa hubiese succionado una parte importante de su vida. O como si ya viniera haciéndolo y recién ahora se le manifestaba el resultado.
Debía ver a la chica. Debía aprovechar el poco tiempo que quedaba entre un turno de terapia y otro.
Salió de su cabina sin mirar a nadie, tropezó con la vieja que caminaba a paso de tortuga. Y logró acercarse a la chica.
—Soy Julio —se presentó—. Ex recolector de residuos. Actualmente trabajo como profesor de danzas moderadoras.
La chica lo miró.
Julio notó que el recepcionista había clavado los ojos en ellos. Esperaba que ella le preguntase dónde dictaba las clases de danza que, si bien no eran obligatorias como las de la risa, se sugería a la población que tomase al menos una o dos por semana, para suavizar el carácter y, una vez con sus familias, socializarse con alegría. Pero, por qué le había dicho lo de ex recolector: ella tendría una mala imagen de él, como de un idiota. Sí, un idiota.
El recepcionista se le acercó, amenazante. La chicharra de la puerta lo obligó a retornar a su sitio, detrás del escritorio.
Entraron otras dos personas a la sala de espera.
Voy a memorizar sus gestos, se dijo Julio, como para pensar en otra cosa.
Después de todo, tenía ahí una buena oportunidad de observar las caras de los otros. Podría averiguar si ocho minutos de intensa risa modificaban algo o no.
El timbre del indicador de períodos soltó un nuevo chirrido  y todos se levantaron de sus asientos. Julio siguió con la mirada a la chica de rojo hasta una de las cabinas. La puerta se cerró.
No importa, pensó, la veré a la salida. Y mucho más simpática, seguro. Después de un buen taller de risa, hasta el más serio cambiaba de humor, lo decía la propaganda callejera. Y debía de ser cierto: cuántas veces él se había despertado angustiado, triste, hasta con ganas de llorar. Pero con ocho minutos de risa, todo se dulcificaba. Para eso se habían creado las clínicas de la risa —nadie podía reírse afuera, ni en la calle ni en sus casas—, sólo en los locales habilitados, controlados por un coordinador experto. Sólo ocho minutos.
Ahora le volvía la angustia.
Intentó comentárselo al recepcionista.
—Todo lo contrario, señor…
—Julio.
—Señor Julio, ustedes… —el recepcionista buscó una hoja en su cuaderno y leyó—: “Ustedes adquieren vida a causa de la risa.”
Una vez en la calle, Julio volvió a pensar en chica de rojo.
La esperó.
La gente empezó a salir. Él quiso concentrarse en los gestos pero no pudo. Necesitaba ubicar a la chica.
Notó que todos se movían con prisa. Con una urgencia extrema, pensó. Como en las películas mudas de Chaplin. ¿De dónde le venía aquel recuerdo?
Una mujer vestida de rojo —él creyó que era ella— se llevó la mano a la garganta, como si le faltase el aire.
Segundos después, los “alumnos” de la risa, se disipaban apresuradamente. Huían de ahí sin notar la presencia de los demás.
Pero la chica no aparecía.
Entonces, él empezó a caminar, despacio, hacia su clase de danzas.
Un grupo de mujeres se había juntado en la esquina. Julio se detuvo a pocos metros, donde no pudieran verlo.
Oyó que susurraban. Se asomó un poco, todas cargaban con una caja. Él conocía aquellas cajas: cajas chisteras de magos. Las había visto en la tele. El gobierno las repartía para que las viudas se las llevasen a los muertos.
Una de las mujeres se veía muy nerviosa. Julio se acomodó para verle mejor la cara: la pobre no aguantaba la risa.
—Vamos —dijo otra—, antes de que cierren el cementerio.
El viento había calmado, pero hacía mucho frío. Julio se sintió aún más cansado que antes. Y aquella angustia de cuando salió del reidero, no disminuía. La terapia de la risa le había dejado una sensación horrible.
Pensó en la chica de rojo, se le ocurrió que estaba tan sola como él.
Mañana voy a volver a la terapia a la misma hora, decidió. Sabía que sería inútil: al día siguiente, ella haría su rutina en otro horario, y él también.
Los cambios de rutinas, una buena forma que habían encontrado los dirigentes para evitar relaciones entre desconocidos. “Si no desarrollan relaciones ocasionales, las personas mantienen sus emociones controladas”, decían. Y, desde que la población era controlada hombre a hombre, los que no tenían pareja, se casaban con primos, tíos, hasta entre hermanos. Eso sí estaba permitido. Pocos se arriesgaban a acercarse a un extraño en los talleres o en la calle. Sólo los audaces, los que no temían al escuadrón armado.
Julio necesitaba conocer a alguien, probar como era él en una relación de pareja. Porque vivir con su hermana no estaba mal, pero él necesitaba otras cosas. Cómo le gustaría compartir su cariño por Celina con alguien más. Y tener hijos, darle a Celina la alegría de ser tía.
Celina viviría encerrada en el departamento para siempre. Para siempre. Él era el responsable de su encierro. ¿Por qué la había dejado así? Pero si yo no podía hacer otra cosa, se justificó. Si la hubiese acercado al programa de reempadronamiento, la habrían… Le ardieron los ojos. No. Dios mío, no, pensó. No debía llorar, las lágrimas contienen sodio y potasio.
Hizo una mueca de risa, que ocultó tras la solapa del saco.
Miró a su alrededor. Se dio cuenta de que no había caminado más de media cuadra desde el reidero. Giró sobre los talones, como en un paso de baile, abriendo los brazos para mantener el equilibrio, y… la vio.
La chica de rojo lo seguía.
Caminaron a la par, sin mirarse. Tampoco hablaron, los parlantes callejeros contenían micrófonos, todo el mundo lo sabía. Otra buena forma de evitar que la gente se relacionase en la calle. Pero ellos no necesitaban de las palabras.
Julio sacó del bolsillo un pequeño anotador con un lápiz colgando del espiral plástico. Campana 1054, Planta Baja G, el departamento que da a la calle, escribió. Apartó la hoja para arrancarla, pero temió que los sensores auditivos tomasen el rasguido del papel. Le entregó a ella el anotador.
Se separaron.


—Julia —dijo ella —. Me llamo Julia.
Julio no terminaba de creerlo: ella, en su departamento. Además, se llamaba igual que él. Increíble.
Julia se sacó el tapado rojo, lo apoyó en el brazo del sillón y se sentó.
—Mi hermana duerme —se apuró a decir él, dispuesto a contarle todo a Julia.
Pero ella asintió, y él pensó que tal vez era mejor no hablar se Celina.
Quería decirle algo más a Julia. Algo divertido. Que ella se hubiese expuesto para verlo lo alegraba, sí. Pero tenía un nudo en la garganta.
Julia parecía darse cuenta. O sería que sentía lo mismo que él. De golpe la vio fruncir los labios, los ojos se le volvían brillosos.
—No vayas a llorar —le dijo.
Se acercaron y se abrazaron y se besaron en silencio. La vio taparse la cara sonriente con la mano, desparramar el maquillaje.
Así, era aún más hermosa.
Volvieron a abrazarse, con familiaridad ahora. La cabeza de ella sobre su pecho, tan liviana.
Julio volvió a advertir ardor en los lagrimales. Y un hilo tibio recorrió el contorno inferior de sus ojos, bajó por los suecos de las arrugas y se perdió en su cuello.
Un estruendo: el escuadrón armado, irrumpiendo desde la calle, acababa de franquear la puerta de su departamento.
Julia manoteó el tapado rojo y logró ponérselo. Él no pudo desplazarse ni un milímetro de donde estaba: media docena de fusiles apuntaban a su cabeza.
De golpe los uniformados se separaron de él y, dividiéndose en dos filas, formaron un pasillo hasta la abertura de la puerta.
El jefe del escuadrón —por la cantidad de condecoraciones, Julio no tuvo dudas—, marchó a paso firme hacia él.
—¡No lágrimas! —le ordenó, rozándole la cara con una espada o sable.
A Julio le dolieron las mejillas, las mandíbulas.
Vio que los uniformados se iban de su casa, llevándose por la fuerza a una mujer de tapado rojo.
¡Cómo le dolían las mejillas!                                                                 
Necesitaba verse, curarse.
Lentamente se levantó del sillón y fue al baño. El espejo le mostró una mueca de labios estirados. Tan expuestos quedaban sus dientes: feos y amarillentos. Debía cubrirlos. Se llevó la mano a la comisura del labio. Le costó agarrar el músculo, parecía replegado, como si los tendones se hubiesen contraído. Era una mueca de risa, no había dudas. Pero su cara no parecía alegre.
—¡Julio! —oyó desde el baño. Era Celina—. Dejaste la puerta de calle abierta, Julio. Tenés que ser más cuidadoso. ¡Mirá, el viento mi hizo llorar!
¿Llorar?
Corrió junto a su hermana. Pasó las yemas de los dedos por la cara de ella. Y después, haciendo un gran esfuerzo, logró sacar la lengua por entre la sonrisa dolorosa, y se lamió el dedo. Sal. El gusto de la sal, tan sabroso…
Se lo dio a probar a Celina. En cualquier momento llegaría el escuadrón.
Esperó.
Nada.
No pueden detectar sus lágrimas, concluyó al cabo de un rato, porque ella no figura en los padrones.
Se sentó en la falda muerta de su hermana y se abrazaron con fuerza, y ella lloró como una nena chiquita y siguió llorando hasta quedarse dormida.
Julio no se movió por no despertarla.

El sol de la mañana le daba de lleno en la cara. Julio se incorporó despacio.
—Voy a hacer el desayuno —le dijo Celina.
Él fue a prepararse. En un par de horas debía marcar tarjeta en el instituto de danzas modificadoras.
A la vuelta, le diría a Celina que le mostrase fotos de la familia.




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