Cuatro-Dos (cuento), de Claudia Cortalezzi

 
 El suelo ya no brilla. Y mucho menos brilla para mí, un vulgar traidor.
Después de mi defección, nada importa. Me da lo mismo si el gris —esa lepra que nos quita lo mejor que tenemos—, aquieta su avance o continúa implacable y voraz.
Ahora sé que hay cosas peores que observar cómo se va lavando el semblante atezado de los negros, cómo nosotros mismos perdemos el blanco.
¡Tanto disfrutaba familia y amigos! Y desde aquel día fatal, me ignoran. Mil veces necesitan de mí, pero siempre se las arreglan para no llamarme. Pensar que en otro tiempo fuimos uno, ellos y yo. ¡Mi querida familia!
Hay entre los míos varias parejas de idénticos. Mi equipo son los ocho gemelos. Nacimos tan inmaculados como cada habitante de este sector de mi universo. Una blancura que alcanzó a la tropilla, incluso a las torres del castillo.
Los gemelos tenemos la cabeza redondeada y un pie que nos sostiene bien erguidos, para que mantener la postura no nos distraiga de nuestra misión. Jamás nos apartamos del reglamento: avanzamos recto, matamos en diagonal. Nadie osaría violar las reglas, quién sabe cuál sería el castigo. Somos guardianes —todos: Tres, Cuatro, Uno, Ocho; hasta yo mismo, Dos—. Ofreceremos nuestras vidas por su majestad el rey y su reina, todas las veces que sea necesario.
Recuerdo que al principio, cuando mi mundo era nuevo, yo creía que los blancos lo poseíamos todo, que viviríamos felices por siempre. Entonces —lo evoco con una claridad que aún me estremece— vi aparecer al primero de ellos: uno negro. Enseguida advertí un agitarse del suelo. Creí que uno de nuestros caballos… Y no me había equivocado: se trataba de un galope, del galope de un caballo renegrido. Los intrusos se multiplicaron, se ensañaron en su ímpetu. Acababa de iniciarse la primera gran batalla, y yo no lograba comprender tanta locura.
Durante aquella acometida no cesaba de preguntarme el porqué de tanto odio. Cuando al fin todo se volvió silencio, me descubrí de pie. Los pocos blancos que por milagro nos habíamos salvado permanecíamos de espaldas al victorioso ejército negro y sus gritos de algarabía. Permanecíamos frente a la figura ladeada —que nunca acababa de caer— de nuestro soberano. Advertí que habían derribado la torre derecha, que de mi familia quedaba poco más que una sombra.
Desde aquel lejano día —entre victorias y derrotas, de las que perdí la cuenta—, recorrí cada sector de este universo. Aprendí que el mundo es cuadrado y plano, y que tiene sesenta y cuatro albergues individuales que jamás compartiremos con nadie, ni amigo ni enemigo.
Un centenar de veces me mataron, y siempre regresé a la espera de una nueva lucha. En cada enfrentamiento, atacamos y resistimos hasta el extremo. Y, a pesar de la experiencia, nunca estoy listo para morir.
En aquel día ignominioso, testigo de mi infamia, me ubiqué en el tercer compartimiento, delante del alfil del rey, entre Cuatro y Seis. Por el rabillo logré otear a Tres, que se elevó y avanzó dos casilleros. Inmediatamente el peón dama del otro bando lo enfrentó cara a cara. Una sacudida recorrió el campo hasta mis pies, y todo se precipitó con extraordinaria violencia. Mi alfil vecino me sobrevoló trazando una diagonal perfecta para ir a instalarse en la boca misma del lobo; ni terminó de apoyarse: una torre negra lo embistió, lo devoró.
Jamás había visto vacilar a una torre blanca, jamás me tocó presenciar el espantado retroceso de nuestro alfil dama, jamás un caballo aliado había mostrado un galope tan desparejo, jamás se había detenido mi reina a sollozar ante las ruinas.
Y yo no me había movido.
La devastación me envolvió, sofocándome de vértigo. Una polvareda —o cenizas, no sé— fue cubriéndolo todo, me cobijó. Cuando, tras un siglo de oscuridad, la nube se deshizo, vi que los sobrevivientes —muchos sujetándose las tripas— corrían de un lado a otro. Todos trabajaban. Todos menos yo, nuevamente cegado: amigos y enemigos se adivinaban iguales.
Volví a ver. Rodeado, así me descubrí. Rodeado de grises.
Oí un quejido familiar, un pedido de auxilio. Se trataba de un peón gris, cuya voz pronto reconocí: era Cuatro. Giraba sobre sí mismo esparciendo sangre, no lograba controlar la oscilación.
Un poco más allá —como en aquella primera batalla— un oscuro jinete hostigaba a mi señora. Sin piedad alguna la atravesó con su alabarda. Y cargó contra un caballo blanco, que con fervor suicida intentó bloquearle la entrada a nuestro reino. Mi compañero nada pudo hacer: la bestia lo derribó y avanzó bufando en dirección a nosotros, surcando el suelo.  
Y oí que Cuatro susurraba:
—Por favor, Dos, no me dejes.
¿Pero qué podía hacer yo, por él y por mí? Seguía neutralizado, imposible defendernos de esos cascos que se nos venían encima.
De golpe resurgió de sus despojos Cuatro, le cortó el paso al jinete enemigo y logró herirlo de muerte con un certero cabezazo. ¡Me había salvado! Tan valiente, mi amigo.
Mi temblor disminuyó, respiré más calmo.
Pero aún no había paz. El eco de una carrera descontrolada se oía más y más cerca.
De entre el estrépito surgió un gemido apagado. Giré para ver: Cuatro ya no imploraba, se había aovillado en sí mismo.
Tras él —como una aparición—: la dama.
No puede ser, pensé: mi dama ha muerto. Entonces, la figura se contorneó frente a mí, se desnudó de la polvareda. Y su efigie relumbró azabache.
Cuando Cuatro intuyó el peligro, volvió a enderezarse —en un grito de dolor que me acribilló las entrañas— y se dispuso para la defensa.
Volví la mirada a ella: diosa oscura, sublime… Flotaba por encima del exterminio.  ¿Flotaba hacia mi posición?
Se alineó: desplegaría sobre mí su descomunal poderío. Y yo no atinaría a moverme. Necesitaba rozarla, eso me haría feliz.
—¡No la mires! —me gritó Cuatro—. La tienes a tu alcance: ¡mátala!
¿Matarla?
—¡Vamos, mátala!
Matarla. Sería la primera vez que yo haría algo grande: matar a la reina oscura.
No. No podía. Ella era… se desprendía tanta calma de los gestos de esa mujer… No, ama mía, no lo haré. Con gusto me entregaré a la muerte definitiva, en tus manos.
¡¡¡mátala de una vez!!!
Cuatro tenía razón, debía aniquilarla. Pero, ¿cómo? Lo mejor sería escapar. Por un segundo logré despegar mi mirada de la diosa y vi que no había salida. Estaba cercado. Aunque no del todo: ¡sí que había una salida! El compartimiento libre, detrás de mí. Tal vez podría…
—¿Vas a retroceder, peón? —la reina de la noche cantaba para mis oídos.
—Soy un soldado —logré murmurar—, un… guardián.
El pie de ella había pisado el límite de mi privacidad, estábamos tan cerca uno de otro…
—Toma mi puesto, ama —me oí decir, incrédulo ante tal abyección.
No podía sospechar lo que me esperaba al final de la partida. Esa batalla trastornaría mis días para siempre.
—Mi vida es tuya, reina —mi voz era mi voz, aunque yo no dominaba las palabras.
—¡No la veas, amigo! —me gritó Cuatro intentando rescatarme.
Con el mayor de mis esfuerzos, aparté la mirada. Y el imán de ella me soltó. Nos separamos en alma y cuerpo, salí despedido hacia atrás.
—Los peones no retroceden, peón —dijo, sensual—. Nadie puede improvisar su marcha, ¿lo has olvidado?
Una sacudida detonó en mi base y se extendió hasta mi cabeza. Mi mirada perdía fuerza, el entorno se desdibujaba.
—Tienes miedo, peón —la oí decir—. Puedo olerlo.
—Dos —una voz desde mi otro costado—. Dos, soy Cuatro. No la escuches.
—¡Cuatro! ¿Seguís ahí?
—Acá, amigo. Resistiendo.
—Una lástima, peón —graznó la bruja, y soltó una carcajada feroz, que me aturdió—. Has perdido tu oportunidad. Es mi turno ahora…
La vi arrojarse sobre mí.
Entonces —jamás sabré cómo— tironeé de Cuatro hasta lograr lo inconcebible: torcer las reglas para conseguir un enroque.
Ya en su puesto, me volví a observar cómo mi hermano —mi querido hermano Cuatro—, vencido en mi casilla, se hundía en las fauces de aquella alimaña.
Poco más duró la batalla, creo.
Finalmente triunfante, mi ejército blanco no festejó.
Permanecí aislado. Necesitaba apagar el rumor creciente a mis espaldas.
—Un demonio —decía la torre del rey—. Un demonio en la familia.
Algunas frases, palabras:
—Ha contaminado la estirpe.
—Exorcismo.
Después, el eterno silencio. La displicencia.

Desde ese día, nadie me comunicó nada nunca. Desde ese día, ni siquiera la indiferencia me ronda.





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